Impulsado por los comentarios recibidos a "
Entre carteles anda el juego", decidí sumirme en el barullo de la
Aste Nagusia bilbaína con la única y manifiesta intención, a parte de la de vaciar, en buena compañía, unos cuantos cachis de cerveza y unos cuantos porrones de buen vino -intención esta última nada manifiesta-, de comprobar si era cierto eso de que
Marijaia, podía dar miedo a los niños, a los mayores y a algunos guipuzcoanos.
Este y no otro fue el origen del
Pasacalles de Gargantua cuyo relato comienzo ahora.
De "
Espantapájaros travestido" llegó a tildarla
Patxito Murga, inefable personaje central, pijo y bon vivant, del magnífico libro del escritor bilbaíno
Juan Bas, intitulado
Alacranes en su tinta (sana lectura, que les reconmiendo si desean pasar un buen rato y mejorar en el manejo de la lengua cervantina). Claro que Murga, en aquellos tiempos en que tenía tal concepto de Marijaia, no era más que un haragán bilbaíno, hijo de papá, a quien sólo pensar en el trabajo ajeno le ponía mal cuerpo, y "
más pijo y tonto que mandado hacer de encargo", lo que sin duda explicaría a la perfección su malquerencia por nuestra pobre amiga y, por contra, su pasión por las
ostras crocantes sobre migas crujientes.
El caso es que, todas estas opiniones tan dispares, me dispusieron a contrastar pareceres y a comprobrar in situ -estudio de campo mediante- si tal percepción podía tener base real o, por el contrario, estaba motivada por la ingestión de alimentos en mal estado. Así que, embutido en mi camisola a franjas rojas y blancas, me anudé el tradicional pañuelo azul Bilbao al cuello, enfundé mi nueva y flamante P-52 al cinto, eché al bolsillo los dos habanos reglamentarios (el de los toros y el de los fuegos artificiales) y salí en busca del antónimo del miedo; es decir,
la sonrisa perfecta. Debo reconocer que me costó hallarla y no porque no hubiese sonrisas por doquier en nuestras calles, aceras y parques sino porque la perfección es un ideal difícil de plasmar en nuestro mundo real.

Comencé mi merodeo por los aledaños de la
Plaza de toros de Vista Alegre -plaza que ostenta idéntico nombre al del cementerio al que los bilbainitos solemos legar nuestros huesos o, más recientemente, nuestras cenizas- en pos de esa mueca definitiva, que mostrase claramente que Marijaia nunca podría dar miedo ni a los niños, ni a los mayores, ni a los guipuzcoanos afincados en nuestra villa, pero, desgraciadamente, aquellos lares taurinos no fueron propicios para la culminación con éxito de mi misión -demasiada sangre, peineta y sudor torero en el ambiente.
Así que, tras despedirme en el
Mesón la Capilla de la
Casilla, con un par de tintos y unos pinchitos de cuajada tortilla de patatas, de mi buen amigo
Alejandro - ese denostado ser, al quien se conoce en estos turbulentos ambientes blogueros bajo el anglófilo mote de
mister Tubbo- decidí emprender caminito hacia
Indautxu, para desde allí, y tras pasar a tomar la pertinente copita de patxaran casero por la terraza del
Restaurante Mendata, enfilar el
Ensanche y, tras recalar en
La Viña del Ensanche con la sana intención de zamparme una buena ración de porcino pernil ibérico, bien regado con
Torre Muga Reserva del 98 (si aún no lo han probado se lo aconsejo encarecidamente) y proseguir mi periplo hacia el botxito siete callero, lugar en el que finalmente conseguí dar con la mencionada sonrisa.
Al principio y entre tanta gente me fué bastante difícil avistarla -y eso que la condenada es culona, pechugona, alta y buena moza y gusta de vestir de un modo que ciertamente no pasa desapercibido.
Tras dar una vuelta por las
Txoznas del Arenal, por ver si estaba saltando al son de las cien mil músicas que solamente allí llegan a transformarse en demoniaco marasmo para el colectivo disfrute; pasear desesperado por
Askao y la
Esperanza con la vana idem de encontrarla; ollar la
Plaza de Unamuno y la
Plaza Nueva, al son de la triki, y recorrer el
Mercado de la Ribera, con una plato de salchicas de los Hermanos Thate en una mano y una Paulaner bien fresquita en la otra comprendí que todos mis esfuerzos estaban condenados a ser en vano. Tal parecía como si la tierra se la hubiese tragado sin dejar ni el recuerdo de sus huellas en el pavimento. La conclusión no podía ser otra:
Marijaia ¡había sido secuestrada!.
Corrí como un poseso, en busca de una pareja de municipales a quienes comunicar el resultado de mis pesquisas.
Con tal finalidad, me lancé hacia el
Teatro Arriaga, subí por el
Puente del Arenal y una vez allí, con la idea de acortar camino, tiré por el
Muelle de Ripa en pos del
Ayuntamiento. No habría dado más de veinte pasos cuando descubrí lo que estaba buscando.
Allí estaba ella, como si de la sagrada forma -esa que tanto solemos utilizar los bilbaínos para apoyar nuestras afirmaciones- se tratara, colocada bajo palio. Sonreía al cielo, pensando, a buen seguro, en que, tan sólo unas pocas horas más tarde, culminaría un año más su ciclo, siendo pasto de las llamas.
Le pedí permiso para sacarle una última fotografía, antes de que los bárbaros la arrastrasen al encuentro de su destino, y ella con una sonrisa adquiescente inclinó afirmativamente la cabeza.
- "
Marijaia, atenta al pajarito... sonríe..."